Matagalpa: 119 años cumple don Máximo Gómez

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Máximo Gómez Hernández ríe contando múltiples recuerdos en la víspera de su cumpleaños 119, allá en la casa de una de sus hijas en la tranquila comunidad Samulalí, jurisdicción del municipio de Matagalpa, colindante con los municipios de San Ramón y San Dionisio.

Máximo Gómez
Máximo Gómez Hernández con sus hijos Martina, Adelaida y Martín. LA PRENSA | LUIS EDUARDO MARTÍNEZ M.

Según la cédula de identidad extendida con el nuevo formato por el Consejo Supremo Electoral (CSE), Gómez nació el 7 de mayo de 1900, que lo convierte este martes en el hombre más longevo del país y, probablemente, del mundo.

“El secreto es que Dios me quiere tener, porque no he sido hombre malo, pues (para decir) que por malo me tiene Él, no. Aquí todo es por bueno… portarse bien, dar consejos al que va queriendo, por todo bueno”, dice Gómez sobre su longevidad.

Viviendo en condiciones de pobreza, don Máximo está ciego desde hace varios años y poco a poco va perdiendo la audición, aunque habla fluido y en su memoria hay detalles sobre la que llama “Guerra de Moncada”, los tiempos cuando se trasladó a vivir a Río Blanco, siendo uno de los fundadores de esa ahora pujante ciudad, la forma en que “conquistó” a su esposa y cómo ella inscribió a sus hijos con apellidos distintos.

Máximo Gómez Cédula
Esta es la cédula de identidad e don Máximo Gómez. LA PRENSA | LUIS EDUARDO MARTÍNEZ M.

Pero, también recuerda apesarado que, de sus 12 hijos, seis fallecieron a temprana edad y uno fue asesinado en la guerra de la década de los 80. “Por los hijos uno da gracias a Dios que, con dificultad, siempre pobre, pero luchando, se crecen”, dice don Máximo, refiriéndose a los cinco hijos que sobreviven.

Martina, una de sus hijas mayores, trabaja ocasionalmente en Managua para recaudar algo de dinero y poder regresar a Samulalí y cuidar de su padre que ahora se enferma con más frecuencia. Sus otras hijas Juana y Adelaida también trabajan en la capital, adonde a veces lo llevan para cuidarlo y buscarle atención hospitalaria.

Su hijo Martín es el único que permanece siempre en Samulalí, donde trabaja “al día” en labores agrícolas para sostener a su propia familia; mientras que el menor de los varones, Julio, vive en el Caribe Norte.

Este martes no hubo fiesta por el cumpleaños de don Máximo. Para Adelaida será suficiente poder abrazarlo, porque ella aprovechó que está recuperándose de una cirugía para ir a visitarlo en la casa de Martina en Samulalí. Sentado en una banca en el corredor de la casa y en la víspera de su cumpleaños, don Máximo platica con Martín, Adelaida, Martina y unos vecinos, mientras unos pollitos picotean en el suelo y un perrito duerme casi a los pies del anciano.

Martín elogia a su padre diciendo que “siempre nos ha dado un buen ejemplo, porque hasta la vez, aquí estamos, como se debe, de pie y mirándolo (cuidándolo) a él, en medio de la necesidad, de la pobreza y muchas cosas, ahí está con nosotros y todavía nos aconseja”.

Su historia

José Santos Zelaya gobernaba el país cuando, el 7 de mayo de 1900, Paula Hernández Pérez, con ayuda de una partera, trajo al mundo a un varón que llamó Máximo. El parto fue en una propiedad rural en Los Potreros, municipio de Esquipulas.

Sin escuelas y en pobreza, desde pequeño siguió los pasos de su padre, Salomé Gómez, quien le enseñó las labores del campo. En la cabecera municipal de Esquipulas, conoció a Felicidad Sevilla Reyes, casi treinta años menor que él, con quien después se mudaron a Río Blanco, un lugar donde, según dice, “no se había acomodado la gente todavía, solo eran encarrilados los montes y las casas eran largo (dispersas), y le voy a decir que para ir a hacer un mandado tenía que caminar como tres horas…”.

Máximo Gómez Hernández
Máximo Gómez Hernández platica con familiares y vecinos en Samulalí, Matagalpa. LA PRENSA | LUIS EDUARDO MARTÍNEZ M.

“Me acuerdo de muchas cosas: pasé guerras, pasé de todo y ahí voy”, dice don Máximo, contando que sus nietos a veces “me dicen que cómo será andar en guerras, pero les digo que la guerra es arrecha porque hay días que uno no come… la guerra es mala hombre, mejor encomendarse a Dios que no pase eso”.

Martina, una de sus hijas, dice que don Máximo pasa sus días con la misma rutina: despierta y se queda orando en la cama; auxiliándose con un bordón va al corredor a tomar café. Luego, de la banca pasa a una silla y “se viene a estar allí, platicando”.

De su salud, don Máximo dice que ahora “estoy con Dios, con la familia, nunca estoy solo… hay días que me siento menos fregado, días que me recupero, pero es por el amor del Padre que está arriba, porque Él es el que me está cuidando”.

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