Brisa Bucardo Gutiérrez es una adolescente feliz en Polo Paiwas, una comunidad remota conocida también como “Paiwas Ta”, en las riberas del río Waspuk, en la Costa Caribe Norte de Nicaragua. Su hogar, alejado de la modernidad y sin acceso a energía eléctrica, le ofrece una conexión profunda con la naturaleza y las tradiciones ancestrales de su pueblo miskitu.
Las casas de la comunidad no tienen puertas ni ventanas porque no las necesitan. En el bosque, sus padres cultivan arroz, frijoles y yuca, mientras la niñez aprende a nadar, pescar y cazar. Algunas noches, los rugidos de los tigres resuenan en la selva y, en ocasiones, bajan hasta los tambos de las casas y se llevan algún animal doméstico. Aun así, la comunidad es un espacio seguro. Lo ha sido por muchas generaciones.
Brisa y su madre van de pesca con otras mujeres de la comunidad. A veces ayuda con las cosechas, y cada diciembre celebran con las danzas del “Dixie”, en las que enmascarados recorren las casas recolectando alimentos para compartir.
Pero, la paz de Polo Paiwas empieza a resquebrajarse. El avance de colonos no indígenas en territorios indígenas y afrodescendientes ha generado conflictos en la Costa Caribe de Nicaragua. La expansión de la ganadería, la minería y la tala ilegal desplaza a las comunidades que dejan de ser seguras. Los pobladores de Polo Paiwas empiezan a notar cambios en su entorno.
Dos hombres no indígenas aparecen cada domingo en la Iglesia Católica recién abierta en la comunidad, donde antes solo conocían la Iglesia Morava. Son insistentes. Preguntan sobre la gente, las rutinas de los pobladores, el número de familias que viven allí. Uno de ellos es apodado «Comal». Sus visitas parecen inofensivas, pero algo inquieta a los mayores.

Brisa es una adolescente curiosa. Los hombres dicen que llegan desde una mina en la comunidad Murubila, a varias horas de distancia de Polo Paiwas, por montañas fangosas.
—¿Por qué no trae lodo en las botas? —pregunta Brisa.
«Comal» arruga la cara con sorpresa, pero es la madre de Brisa quien responde:
—No tiene por qué cuestionar a un adulto.
El día en que todo cambia
Entonces ocurre. Es 29 de octubre de 2015 y Brisa tiene 15 años. La violencia irrumpe en Polo Paiwas sin advertencia. Dos comunitarios, que regresan del bosque son interceptados. Uno de ellos, Germán Martínez Fenly, es asesinado. El otro, un adolescente de 16 años es torturado y herido de perdigones de escopeta en el abdomen.
Después, unos 70 hombres armados avanzan por la comunidad con un solo propósito: tomar la tierra a cualquier costo. Se escuchan disparos. Los animales caen abatidos. Las llamas devoran 17 casas. El miedo se apodera de todos. Mujeres con niños en brazos corren hacia el río Waspuk y se lanzan al agua para escapar de la muerte. Se refugian en la comunidad Klisnak. Algunos hombres intentan resistir con sus armas de cacería, pero es inútil ante la potencia de fuego de los invasores.
Todo sucede en cuestión de horas. Polo Paiwas ya no es un hogar seguro. Brisa siente cómo su mundo se rompe, cómo la selva que antes la protegía se convierte en un territorio hostil. Ningún sobreviviente se anima a regresar a esta comunidad.
Brisa parpadea. La escena sigue intacta en su mente. Ha pasado casi una década, pero sigue escuchando los disparos, el llanto, el estruendo de las llamas devorando su hogar. A veces, cuando cierra los ojos, está ahí de nuevo: una quinceañera atrapada en el instante en que su vida cambió para siempre.
Masacre en Kiwakumbaih
El de Polo Paiwas no es un caso aislado. Kiwakumbaih, cerca del cerro Pukna, el «Cerro del Diablo», enfrenta otro episodio de violencia. Es 23 de agosto y 37 comunitarios indígenas trabajan en minería artesanal, llamada “güirisería”, como parte de su modo de vida.
Ese día, la muerte habla español. Testigos relatan cómo una treintena de hombres mestizos, vestidos con ropa de estilo militar, rodean a los trabajadores. Llevan machetes, pistolas, escopetas y hasta fusiles de guerra.
Armando Pérez Medina, comunitario miskitu-mayangna de 48 años, dirige la operación minera junto a su esposa, Bernicia Celso Lino.
Pérez Medina encara a los mestizos. Junto a él están sus familiares, incluida su hija de 14 años y su hijo de siete.
—Si ustedes vienen a quitarme el oro, las cosas que hay aquí o la tierra, pues se los entrego y me voy de aquí, pero que no me maten— revive Bernicia sus palabras, en un reporte del Centro de Asistencia Legal a Pueblos Indígenas (CALPI) en 2022.
A Pérez Medina lo matan frente a su esposa e hijos. También asesinan a dos de sus cuñados. Su yerno, Armando Suárez Matamoros, de 25 años, muere junto con dos mujeres miskitus, las hermanas Kedelin y Jaoska Jarquín Gutiérrez, de 22 y 31 años, respectivamente.
No hay una cifra clara de muertes. Se habla de entre 11 y 17 víctimas, la mayoría sin identificar por la Policía de Nicaragua. Por los 22 sobrevivientes documentados en el reporte del CALPI, quienes huyeron al escuchar los balazos, es que se conocen los detalles.
Los atacantes desnudaron los cadáveres, los degollaron y mutilaron. A Bernicia y a su hija de 14 años las violaron múltiples veces.
—Antes de que me violaran, les dije a ellos que no me hicieran semejante cosa porque soy cristiana. Entonces, burlándose de mí, me dijeron que ellos también eran cristianos— declaró Bernicia al CALPI.
Los comunitarios saben quiénes son los atacantes. Se llaman a sí mismos «La Banda Kukalón», un pequeño ejército de entre 40 y 100 mestizos que opera desde hace años en la Reserva de Biósfera de Bosawás, liderados por Isabel Meneses, alias «Chabelo».
Brisa conoce la historia de Kiwakumbaih, porque tres de sus familiares miskitus, originarios de Wiwinak fueron asesinados. Ahora, en el exilio forzado, ha escuchado los relatos de otras víctimas. Aunque su propia tragedia ocurrió años antes, las historias se repiten.

Los colonos —llamados así porque la manera de invadir y ocupar las tierras comunales son afines a un proceso de colonización— operan dentro de un entramado de intereses políticos y económicos que los beneficia y protege. Algunos son campesinos mestizos empujados por la precariedad, otros son hacendados, madereros y comerciantes con respaldo estatal. Empresas nacionales y extranjeras, incluidas mineras canadienses y chinas, han recibido concesiones sobre territorios indígenas sin consulta previa.

Estos colonos llegan con armas de guerra, de uso exclusivo del Ejército de Nicaragua, y la masacre de Kiwakumbaih en 2021 no es la primera que cometen. En enero de 2020 arrasan con la comunidad de Alal, en el mero corazón de la reserva.
Cuando la Policía y el Ejército se presentan en Kiwakumbaih, ignoran los testimonios de los sobrevivientes. No investigan, no buscan responsables, a pesar de que doce días antes del ataque el Gobierno Territorial Indígena de Sauni As había alertado sobre las amenazas contra la comunidad minera.
En lugar de capturar a los atacantes, despliegan un operativo con tropas de élite contra los comunitarios. El Ministerio Público emite una orden de captura contra el defensor de derechos humanos Amaru Ruiz, presidente de Fundación del Río, por denunciar a los colonos mestizos.
Cuatro indígenas son detenidos sin orden judicial: Argüello e Ignacio Celso Lino, hermanos de Bernicia Celso Lino, víctima del ataque; así como Donaldo Andrés Bruno Arcángel y Dionisio Robins Zacarías.

El Juzgado Séptimo de Distrito Penal de Managua, a cargo del sandinista Melvin Leopoldo Vargas García, dicta cadena perpetua para los cuatro indígenas, aplicando una reforma legal de principios de 2021 que endureció las penas por «crímenes de odio». Desde entonces, sobreviven en condiciones deplorables en prisión.
Por este tipo de situaciones, el Grupo de Expertos en Derechos Humanos para Nicaragua (GHREN), de las Naciones Unidas, en un informe del 10 de septiembre de 2024 concluye que “el Estado de Nicaragua, a través de sus autoridades, ha cometido violaciones graves de los derechos individuales de miembros de comunidades indígenas y afrodescendientes, incluso por su falta de actuación en cuanto a la prevención y la investigación de delitos graves perpetrados por personas no indígenas, en particular colonos”.
“Estas incluyen violaciones de los derechos a la vida, a la integridad y la seguridad personales, a la libertad de circulación, a la libertad de opinión y expresión, de reunión pacífica, a la libertad de asociación, a la participación en los asuntos políticos, a un juicio imparcial, a no ser sometido a actos de tortura u otros tratos o penas crueles, así como violaciones de los derechos económicos, sociales y culturales. Algunas de estas violaciones cometidas por el Estado de Nicaragua constituyen, a su vez, los crímenes de lesa humanidad de encarcelación, tortura y persecución por motivos políticos”, continúa el GHREN en sus conclusiones.
Conflicto histórico
El Caribe nicaragüense ha sido escenario de un conflicto de despojo y resistencia que se remonta siglos atrás. “Es una historia de abuso, de arbitrariedad, de imposición, de violaciones de derechos y sin duda los pueblos indígenas, sobre todo los del Caribe Norte, viven las horas más bajas en materia de derechos humanos, es decir, viven los tiempos más nefastos, los tiempos más lúgubres, tiempos marcados por incertidumbre, por masacres que quedan en la impunidad”, sostiene Juan Carlos Arce, defensor del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más.
La antigua Muskitia, una extensa región que abarcaba desde el centro de Nicaragua hasta Honduras ha estado habitada por pueblos indígenas como los mayangnas y miskitus durante milenios. Durante la colonia, los españoles intentaron someterlos sin éxito. Más tarde, los británicos impusieron una monarquía miskitu hasta que, en 1894, el Estado nicaragüense anexó la región por la fuerza.
Desde entonces, los indígenas han visto sus territorios invadidos por colonos mestizos, alentados por el gobierno bajo políticas de expansión agrícola y explotación de recursos. Aunque en 1987 fue establecido el régimen de autonomía, en la práctica ha sido una herramienta de control estatal más que una verdadera garantía de sus derechos, como denuncia el líder indígena Oldman, quien prefiere hablar bajo condición de anonimato, por temor a represalias contra él y sus familiares.
El informe Implementación de la Política de Colonización Interna sobre las Regiones Autónomas de la Costa Caribe de Nicaragua documenta que el Estado reconoció el derecho ancestral de los pueblos indígenas sobre 36,439 kilómetros cuadrados de tierra, titulados a favor de 23 territorios indígenas y afrodescendientes, beneficiando a 185,000 personas en 304 comunidades.
Sin embargo, el Estado no ha completado la fase de saneamiento, permitiendo la ocupación ilegal de estos territorios y facilitando la penetración de colonos. Según el informe, esta invasión ha sido promovida por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo a través de la cooptación y el control de los Gobiernos Territoriales Indígenas (GTI) mediante operadores políticos del Frente Sandinista, mientras que el Ejército y la Policía han protegido a los colonos y “sus agrupaciones delincuenciales”.

El documento denuncia que funcionarios estatales y exmilitares han promovido el tráfico de tierras indígenas y el desarrollo de economías ilegales, incluyendo la explotación de madera, minería ilegal, pesca y ganadería extensiva. Además, señala que el gobierno ha incumplido medidas de protección dictadas por organismos internacionales para comunidades indígenas atacadas por colonos. La expansión de estos grupos ha resultado en desplazamientos forzados, inseguridad alimentaria y violencia sistemática contra los pueblos indígenas en la Costa Caribe.
Además, los crímenes se multiplican. El 13 de abril de 2013, unos colonos asesinaron al guardabosques mayangna Elías Charles Taylor en la comunidad de Musawas. Dos años después, atacaron la comunidad de Tasba Raya y luego Polo Paiwas, la comunidad de Brisa.
En 2016, los ataques en Wisconsin y Francia Sirpi dejan heridos. En 2017, colonos arrasan La Esperanza, en el río Wawa, con víctimas fatales.
“En 2017 ocurren asesinatos en la comunidad de La Esperanza-Río Coco, y en esa época fue reportado el desalojo violento de los miskitus del río Coco en la mina Murubila. A toditos los sacaron. Mataron gente”, afirma Oldman.
La violencia disminuye en 2018 y 2019, pero no porque los colonos se hayan detenido. En el Pacífico, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo enfrenta la crisis sociopolítica más grande desde su regreso al poder. Cientos de miles de nicaragüenses se lanzan a las calles en protesta, impulsados, entre otros factores, por el incendio forestal en la reserva de Indio Maíz.
“Siempre en estos casos hay una combinación de corrupción con impunidad. Esa gente que quemó ahí no lo hizo por su propia voluntad. Fue inducida, permitida, tolerada por otras personas con mayor influencia”, afirmó en 2018 el científico Jaime Incer Barquero, en entrevista con Esta Semana. En 2024, él fue obligado a salir del país.

Según estimaciones independientes, de los cuatro millones de hectáreas de bosque que conformaban Bosawás, quedan menos del 20%.
“Muchos comprendimos que el Estado no haría nada por defender a las comunidades. No iba a sanear los territorios, no iba a desarmar a los colonos, no iba a judicializar a los vende tierra. Al final, el Estado es el principal colono”, sostiene Oldman.
Los ataques son selectivos. Apuntan a líderes comunitarios, guardabosques y autoridades indígenas. La situación se recrudece en 2018, pero de una manera distinta a la crisis que vive el resto del país.

En 2020, colonos atacan la comunidad de Alal. En marzo, en Wasakín, asesinan a los jóvenes Dunis Morales Rodolfo y Neldo Dolores Gómez. Menos de 48 horas después, en Ibu, matan al miskitu Federico Pérez Gradiz y al mayangna Rubén Jacobo Bendles.
En 2021, arrasan Kiwakumbaih. Menos de un mes después, Sangni Laya. Queman cinco casas donde la comunidad almacenaba arroz. Secuestran a los comunitarios Manuel Salvador Hernández González y Félix Yasser Labonte Rojas, a quienes torturan durante seis horas.

Los colonos actúan en grupos organizados, con superioridad numérica y armados con fusiles de guerra. No hay posibilidad de denuncia.
“Si vos decías que venías de la comunidad, ni siquiera te dejaban entrar a la Policía. Había una política instaurada de no recibir denuncias de delitos en comunidades indígenas. Esa es tierra de nadie. Ahí el que tiene armas es el que tiene la ley”, denuncia Clarence, una comunitaria experta en el tema.
A la par de la violencia, el régimen sandinista avanza en la imposición de autoridades.
“Son una minoría en la comunidad, pero los pone el Frente Sandinista como autoridades comunales y territoriales. Muchas de estas personas son profesores que reciben un sueldo del Estado. Luego, son ellos quienes avalan el ingreso de colonos con documentos falsificados”, explica Oldman.
También hay un cierre del espacio cívico.
“Sacaron a todas las organizaciones que apoyaban a los indígenas. Destruyeron sus radios comunitarias. Mucha gente en la Costa no tiene internet, pero sí escucha su radio. Les arrebataron un medio de comunicación clave”, señala Hendy, experta legal sobre el tema.
Los comicios regionales del 3 de marzo de 2024 se celebran en un ambiente de temor. El régimen sandinista se adjudica el 80% de los votos. El padrón electoral está invadido de colonos. No hay un solo partido indígena.
Poco después, 60 colonos atacan la comunidad de Wilu y asesinan a cinco comunitarios. Solo en el primer semestre de 2024 se registran 643 violaciones a los derechos humanos en territorios indígenas, según un informe presentado ante la CIDH en julio de ese año.

El desplazamiento forzado es ahora un fenómeno recurrente en La Muskitia. Según el informe del Grupo de Expertos sobre Pueblos Indígenas, en la última década han documentado más de 77 asesinatos y la invasión de 1.5 millones de hectáreas de territorio indígena.
Brisa tiene casi 25 años. Sigue esperando el día en que pueda volver a su hogar. En su mente, Polo Paiwas sigue siendo el lugar donde jugó con sus amigos, donde su madre le enseñó a pescar y su padre a sembrar.
Tal vez, algún día, pueda regresar. Y quizás, si la historia cambia, sus descendientes y los hijos de su comunidad puedan jugar allí también. Aunque sabe que el territorio ya no es el mismo. Ella tampoco.
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