Katherine González, una profesional nicaragüense de 34 años con formación en arquitectura e ingeniería química, y conocida activista feminista, lleva en el exilio más de cuatro años. Desde su llegada a Costa Rica en 2019, ha enfrentado no solo el desafío de adaptarse a un nuevo país, sino también episodios de discriminación y negligencia en el sistema de salud.
Su historia, cargada de tiranteces, es un testimonio de las dificultades que enfrentan las mujeres migrantes, especialmente aquellas en situación de vulnerabilidad.
Fue diagnosticada tardíamente con una condición grave que puso en peligro su vida, pero ella superó múltiples cirugías y un infarto. Hoy, Katherine lucha por la estabilidad emocional y económica, mientras cría a sus hijos y visibiliza las dificultades de las mujeres migrantes.
Una serie de eventos que amenazaban su seguridad la forzaron a salir de Nicaragua el 19 de diciembre de 2019. Antes quiso salir legalmente del país con su hijo de siete años, pero, las autoridades migratorias nicaragüenses le negaron la salida, reteniendo sus documentos y perforando el pasaporte del niño, aun cuando contaba con la autorización firmada por el padre.
Ese mismo día, recibió una llamada informándole que la policía se encontraba en su casa con una orden de captura. Katherine, quien había trabajado para organizaciones de sociedad civil y participado en espacios políticos, ya venía planificando su salida del país debido a su creciente exposición.
Recuerda que su activismo intensificó cuando su cuñado fue asesinado el 23 de junio de 2018, fecha en la que Nicaragua festeja el Día del Padre. Ese evento la involucró más con la Asociación Madres de Abril.
«Sentí el dolor de una madre que es increíble e impresionante ver cómo se desgarra […] y decir no más, no vamos a aguantar más al gobierno», relata la nicaragüense.
Ante la negativa de salida legal y la amenaza de arresto, decidió cruzar irregularmente la frontera hacia Costa Rica acompañada de su hijo. El padre del niño estaba en ese país, donde ella no contemplaba una estancia prolongada.
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«Ya estás en la vista del gobierno, estás en la vista de todos ellos, ellos te van a seguir buscando y si saben que regresás, pues va a ser peor que cuando te fuiste», reflexiona Katherine sobre la imposibilidad de regresar a Nicaragua en el corto plazo, evidenciando el carácter forzado de su exilio.
“Nunca voy a olvidar lo que me hicieron vivir”
Uno de los momentos más críticos en la vida de la nicaragüense en Costa Rica fue durante su segundo embarazo en 2021, en plena pandemia de Covid-19.
Ella cuenta que era un embarazo de alto riesgo debido a múltiples factores médicos, incluyendo presión baja, un tipo de anemia genética y un útero pequeño, pero, también enfrentó discriminación en el sistema de salud costarricense.
«Yo nunca voy a olvidar lo que me hicieron vivir», recuerda con amargura.
La situación se complicó cuando contrajo Covid-19 durante el embarazo, debido a la exposición inevitable en su vivienda compartida con otros migrantes que trabajaban como conductores de Uber.
A lo largo de las 36 semanas de gestación, González tuvo que acudir repetidamente a emergencias por diversas complicaciones, incluyendo sangrados y pérdida de líquido amniótico.
También recuerda que una doctora que la atendió durante todo el embarazo le sugirió que, como otros nicaragüenses, estaba teniendo hijos solo para obtener la residencia. La misma profesional insistió en un parto natural a pesar de las claras contraindicaciones médicas, siendo otro doctor quien finalmente intervino reconociendo la necesidad de una cesárea. «¿Cómo es posible que usted me diga eso?», recuerda haberle cuestionado a la doctora ante su trato xenófobo.
Posteriormente, una doctora colombiana identificó que padecía una placenta percreta, una condición potencialmente mortal.
«Las placentas percretas te provocan hemorragia y morís en el momento, no todas las mujeres sobreviven», recuerda Katherine sobre la explicación médica que recibió.
Durante la operación, sufrió complicaciones severas: «Me dio un infarto, la presión llegó a 20, 30, una presión de muerto, me dieron electroshock, me pusieron 75 litros de sangre, porque tuve una hemorragia masiva, tuve un shock hipovolémico», señala, recordando que la gravedad de su caso requirió medicamentos especializados que «tuvieron que traerlos de El Salvador».
La negligencia en su atención prenatal fue evidente. «Durante el tiempo que me atendió la de EBAIS (Equipos Básicos de Atención Integral en Salud) nunca me hizo un ultrasonido y yo le decía que me hiciera un ultrasonido y me dice: ‘estamos en pandemia, usted está bien, usted está sana'», señala Katherine sobre la falta de estudios preventivos que podrían haber identificado su condición de riesgo.
Un año después de su caso, cuando el Hospital de Heredia presentó públicamente un caso similar como «primer caso de acretismo placentario», Katherine desafió la narrativa oficial: «Cuando subí mi crisis y dije ‘placenta percreta primer caso’, ya había existido uno en donde fue el experimento y me dejaron mal’, y esto de esto no se habla».
Las secuelas físicas y emocionales de su experiencia fueron profundas. «Como mujer, a mí emocionalmente, a mí, el sistema de salud costarricense me destruyó», afirma Katherine, quien tuvo que someterse a una histerectomía y enfrentar una menopausia precoz, además de la reconstrucción de su vejiga.
Su caso, lejos de ser aislado, refleja un patrón más amplio según su testimonio: «Una enfermera me contó cada cosa en el hospital, de mujeres nicas que les pasaba eso, y al final por negligencia».
Esta experiencia la llevó eventualmente a buscar la reubicación en un tercer país, evidenciando cómo la discriminación en el acceso a la salud puede convertirse en un factor determinante en las decisiones de movilidad de los migrantes.
La lucha por la estabilidad económica
La búsqueda de estabilidad económica en Costa Rica se convirtió en un desafío constante para Katherine durante sus cuatro años y medio de exilio.
A pesar de su formación profesional en arquitectura e ingeniería química, tuvo que reinventarse laboralmente.
Su experiencia como barista, adquirida en Nicaragua, le abrió algunas puertas en el sector cafetero costarricense, aunque los empleos resultaron mayormente inestables y sin prestaciones sociales.
No fue hasta 2022, casi tres años después de su llegada, que encontró cierta estabilidad trabajando en cafeterías como Flor de Café en el Mall San Pedro, donde cubría los días libres de la propietaria, una nicaragüense establecida desde hace décadas en Costa Rica, luego trabajó en Café Collage y, su última experiencia laboral fue en Mocapán, una cafetería de propietarios alemanes, donde por primera vez en su exilio obtuvo un trabajo formal con seguro social y condiciones laborales adecuadas, aunque solo duró cuatro meses antes de su partida del país.
Paralelamente, González desarrolló dos emprendimientos en Costa Rica. El primero se enfocó en la cosmética natural, un mercado que encontró más receptivo entre la población costarricense que entre la comunidad nicaragüense debido a los precios.
«Los ticos consumen mucho, pagan lo que vale el producto, y para la población nicaragüense, obviamente, nosotros, aunque migremos, siempre estamos como doblando la moneda, nos cuesta mucho adaptarnos al colón o a los dólares», explica.
Su segundo emprendimiento consistió en la venta de productos sublimados de Nicaragua bajo la marca «Fulano».
A pesar de estos esfuerzos emprendedores y su experiencia en el sector cafetero, la joven nicaragüense reconoce que durante su estancia en Costa Rica nunca logró alcanzar la estabilidad económica deseada.
«Me costó mucho establecerme económicamente, emocionalmente, de todas las maneras habidas y por haber», reflexiona sobre su experiencia en el exilio, señalando los altos costos de vida en Costa Rica y las dificultades para acceder a servicios básicos como la salud, factores que eventualmente la llevarían a considerar un nuevo destino migratorio.
La maternidad, su principal motor de lucha
El exilio no solo representó para Katherine una ruptura geográfica con su país, sino también una profunda crisis personal que la llevó a cuestionarse su propia identidad.
«Me perdí como persona, como mujer, como madre», confiesa, describiendo un periodo de desborde emocional que coincidió con una separación y el fallecimiento de su tía en Costa Rica, quien junto con su madre había ayudado en la crianza de su hija menor.
En medio de este caos emocional, fue la voz de su hijo mayor la que se convirtió en su punto de inflexión. El niño, quien enfrentaba sus propios desafíos con un problema genético en los pies, le expresó sentimientos de soledad.
«Él me dijo que quería muchas cosas y que yo no lo estaba escuchando, que yo lo estaba dejando solo», recuerda Katherine, quien encontró en estas palabras el impulso para buscar ayuda profesional y comenzar un proceso de reconstrucción personal a través de la terapia.
La maternidad se ha convertido en su principal motor de lucha. Por un lado, el amor incondicional hacia su hijo mayor y su deseo de apoyar sus propósitos de vida; por otro, la responsabilidad de criar a una hija en un mundo que ella, como activista feminista, conoce bien en sus desigualdades.
«Saber que es mujercita, va a crecer y que no queremos que la historia se vuelva a repetir», reflexiona sobre su compromiso de construir un mejor futuro para la siguiente generación.
Este proceso de sanación y redescubrimiento personal la ha llevado a replantearse no solo quién era antes del exilio, sino también quién es ahora y, más importante aún, quién quiere ser.
A pesar de los desafíos y el dolor del desarraigo, la nicaragüense ha encontrado en sus hijos la fuerza para seguir adelante, transformando su lucha personal en un compromiso con el futuro de las nuevas generaciones.
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