Desde que empezó la pandemia, no hemos dejado de recibir noticias sobre diferentes trastornos mentales ligados a ella.
Primero descubrimos el síndrome de la cabaña, ese empuje a quedarnos encerrados. Con el uso generalizado de la mascarilla y al “impedir” que las personas pudiésemos expresar nuestros sentimientos, apareció el de la “cara vacía”.
A raíz de la recomendación sobre el mantenimiento de distancia social, le llegó el turno al síndrome de “hambre de piel”. Necesitábamos recuperar el toque humano.
Ahora, nos hemos topado con la hafefobia, el miedo a tocar o ser tocado por temor al contagio.
Lo cierto es que, a día de hoy, no existen estudios concluyentes sobre ninguno de estos supuestos síndromes. Tampoco sobre este último, que ya existía antes de la pandemia y cuya prevalencia es muy baja.
Lo que sí hay, evidentemente, es un aumento de malestares diversos: miedo, tristeza, incertidumbre, angustia, rabia… También de nuevos hábitos de distancia social y aislamiento ligados a la crisis sanitaria.
¿Por qué, entonces, esta insistencia en nombrar como trastornos lo que no son sino malestares propios de un acontecimiento traumático como el que nos ocupa?
Seguramente, porque los nombres acotan el miedo y aportan un sentido allí donde, o bien no lo hay, o es insuficiente. Ese es el poder de las categorías (incluidas las diagnósticas): explicar el presente, resignificar el pasado y anticipar el futuro.
Schopenhauer y los erizos
Descartada la epidemia de hafefobia, podemos preguntarnos por el futuro de ese miedo actual al contacto. ¿Quedará como secuela pos-COVID? ¿Cambiará nuestros modos de acercamiento? ¿Cancelará la costumbre de darnos besos y abrazos al encontramos o despedimos?
En 1851 y a propósito de las trabas en los vínculos sociales, Schopenhauer escribió El dilema del erizo o La parábola de los puercoespines ateridos. Dice así:
“En un crudo día invernal, los puercoespines de una manada se apretaron unos contra otros para prestarse mutuo calor. Al hacerlo, se hirieron recíprocamente con sus púas y hubieron de separarse. Obligados de nuevo a juntarse por el frío, volvieron a pincharse y distanciarse. Estas alternativas de aproximación y alejamiento duraron hasta que les fue dado hallar una distancia media en la que ambos males resultaban mitigados”.
Freud recurre a esta cita para mostrar cómo nuestros vínculos están caracterizados por la ambivalencia entre el amor y el odio. Al fin y al cabo “toda relación íntima con cierta duración deja un depósito de sentimientos hostiles en los involucrados.”
Más tarde, el psicoanalista Jacques Lacan usaba el término de extimidad. Con él se refería a que el resorte de ese ir y venir en el vínculo con los otros no se debe buscar fuera, en ellos, sino en nuestro propio interior.
Alude a aquello más íntimo de cada uno de nosotros. Aquello que, sin embargo, nos resulta irreconocible porque no nos gusta y situamos en el exterior. Como un cuerpo extraño.
Los niños aprenden antes el “no” que el “sí”. Expulsan aquello que odian de ellos mismos, lo que no les hace amables para el otro (sus gritos, tristeza o malhumor).
Así, constituyen una primera frontera psíquica, diferenciando lo interior de lo exterior, imputando al otro (extranjero) lo que rechazan. Nos acercamos y alejamos de los otros en función de cómo soportamos nuestra propia extranjeridad, ese odio-de-sí-mismo. Tan humano y tan primario.
El miedo a tocarnos es una fobia a nosotros mismos. El secreto que no queremos comprender es que somos puercoespines para nosotros mismos. Nos contaminamos solos, aunque al alejarnos tengamos la ilusión de que es el otro el contaminante.
El virus del que huimos es el que nos parasita como temor por todo aquello que nos angustia y no podemos resolver. Como esos adolescentes que reprochan con acritud a sus padres todas las limitaciones que experimentan. Como si no fueran con ellos, en lugar de hacerse cargo de esos imposibles.
La solución del amor
¿Cómo evitar que ese alejamiento se cronifique y nos confine en nuestra jaula de erizos? La misma Coca-Cola nos recordó que “existe una brecha de empatía y necesitamos atenderla si queremos ser la marca que reúne a las personas”. Al igual que otras compañías, propone hacer de la empatía el bálsamo de nuestros males.
Freud recordaba que “el egoísmo no encuentra un límite más que en el amor a otros”. También que el amor es el principal factor de civilización, quizás el único, determinando el paso del egoísmo al altruismo.
Pero la empatía forzada por el marketing y el amor –como reverso del narcisismo– son asuntos distintos. El amor que nos ayuda es aquel que empieza por uno mismo. Por reconciliarse con esa extimidad, dificultades y debilidades propias y de quien nos rodea.
El amor que cuenta no es el que encuentra en el partenaire el reflejo de sí, sino el que ama aquello que cojea en el otro y lo hace distinto y singular. Solo toleramos al otro en la medida en que nos toleramos a nosotros mismos. Para no alejarnos, conviene primero acercarnos a nuestro interior.
Esa es, sin duda, la mejor respuesta a la fobia al contacto. Conectar y reconciliarse con lo más íntimo de cada uno/a.
The Conversation | vía Infobae
* El autor es psiconalista y profesor colaborador de Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación en la Universitat Oberta de Catalunya
Publicado originalmente en The Conversation
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