
Luis Eduardo Martínez M., LA PRENSA
Dedicó la mayor parte de su vida a labores agrícolas en los actuales municipios de Esquipulas y Río Blanco, en el departamento de Matagalpa.
Ahora, ciego y con 117 años cumplidos, según su cédula de identidad, Máximo Gómez Hernández vive en Samulalí, una tranquila y fresca comunidad rural, en el municipio de Matagalpa, colindante con San Ramón.
Camina apoyándose con un bordón, aunque por la ceguera, sus hijos o nietos le ayudan cuando debe salir de la casa para ir a la letrina o al baño, en el patio de topografía irregular, detrás de la vivienda de ladrillos de adobe y piso de tierra.
Conversa con fluidez
Poco a poco va perdiendo la audición, pero platica con fluidez y recuerda pasajes de su vida en el campo, guerras en el país, la muerte de siete de sus 12 hijos y otros detalles, incluyendo cómo conoció a su esposa, Felicidad Sevilla Reyes, quien es casi tres décadas menor que él y convalece enferma, desde hace ocho meses, en casa de una de sus hijas en la misma comunidad.

José Santos Zelaya gobernaba el país cuando, el 7 de mayo de 1900, Paula Hernández Pérez, con ayuda de una partera, paría a Máximo en una propiedad rural en Los Potreros, municipio de Esquipulas. “En esos tiempos no había hospitales ni nada de eso”, cuenta el campesino, sentado en una silla de plástico en un corredor detrás de la casa, en la que hay un pequeño anexo con láminas de zinc.
“No había escuela cuando me hice hombre…”
Desde pequeño siguió los pasos de su padre Salomé Gómez, en las labores del campo. Recuerda varios noviazgos previos a casarse con doña Felicidad. Admite que nunca estudió porque “no había escuela cuando me hice hombre… uno comienza a trabajar desde pequeño, los papás tienen que enseñarle a trabajar para que no salga andariego uno”.
Ya casados, don Máximo y su esposa se mudaron a Río Blanco, un lugar donde, según dice, “no se había acomodado la gente todavía, solo eran encarrilados los montes y las casas eran largo (dispersas), y le voy a decir que para ir a hacer un mandado tenía que caminar como tres horas…”.

De los hijos de don Máximo sobreviven Juana, Martina, Martín, Julio y Adelaida Gómez; pero el penúltimo vive en el Caribe Norte y la última en Managua, donde conserva la partida de nacimiento “original” de su padre, con la cual tramitaron la cédula que certifica la fecha de nacimiento del longevo campesino.
Separados para poder cuidarlos
A doña Felicidad la atropelló un motociclista en Río Blanco, hace más de siete años y Martina la llevó a vivir con ella para cuidarla, a la comunidad Samulalí, en Matagalpa.
Cuando la señora se recuperó y pudo caminar de nuevo, junto con don Máximo decidieron vender una propiedad en Esquipulas y comprar el terreno donde actualmente viven en Samulalí, “para estar cerca y así nosotros poder cuidarlos”, dice Martina.
Hace varios meses, doña Felicidad presentó complicaciones hepáticas y renales, por lo que ahora está en la casa de Martina, quien la cuida; mientras que Martín, junto a su esposa María Elena Pérez y la hija de estos, viven en la casa de los ancianos, en Samulalí, para cuidar y atender a don Máximo.
Martín es obrero agrícola y, sin parcela propia, debe buscar empleo en propiedades ajenas. Martina es asistente del hogar en Managua, pero deja de ir a trabajar cuando uno de sus padres enferma, lo que reduce los ingresos para cuidar a los ancianos.
Quiere vivir 30 años más
Aunque admite que piensa en la muerte, “primero Dios que tenga una buena muerte, no me abandono de mi Señor y le vivo pidiendo, con mis pocas palabras, que me tenga unos días bueno, con salud”, dice don Máximo.
En tanto, Martina expresa que su padre “piensa vivir 30 años más… entonces, le digo yo que nos vamos a morir nosotros y con quién se va a quedar y quién lo va a cuidar a él… se va a quedar solito”.
Don Máximo ríe al escucharla y aclara que “a veces lo digo como broma porque la gente se asusta, que mucho tiempo viví, entonces le digo yo que tengo que estar otros días, ajustar como 30 años más”.
Rutina en medio de pobreza
Cada día, don Máximo Gómez Hernández (117 años) se levanta a las 9:00 a.m., para ir a sentarse al corredor. Al medio día, su nuera lo encamina a la letrina y de ahí al baño.
“Él se baña solito, pero tarde porque a esa hora hace menos frío, entonces va como a las 12. Ya después se acuesta a descansar un buen rato y después regresa al corredor o si no se queda sentado en la sala”, explica su nuera María Elena Pérez.
Agrega que a las 7:00 p.m., don Máximo va a acostarse en una tijera que le sirve de cama, “aunque no se duerme a esa hora, sino que pasa despierto un buen rato”.
“Las comidas no son puntuales, porque en esta situación en la que nos encontramos hay veces que solo (hacemos) dos tiempos: en la mañana y en la tarde; porque con esta pobreza no puede uno atenderlo tan fácilmente”, dice Pérez.
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