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German García, LA PRENSA, 28 de marzo de 2016
El celular no dejaba de sonar, las personas no paraban de ir a visitarlo; el barrio La Chispa se había convertido en el centro de Matagalpa, todos sabían de dónde era el nuevo campeón, dónde había crecido, qué le gustaba, quiénes eran sus amigos, sus padres, sus hermanos, sus entrenadores y compañeros de gimnasio. Byron “El Gallito” Rojas ya no era más el peleador de por ahí, sino la figura que un departamento anhelaba tener: es ‘la chispa’ de Matagalpa.
En una pulpería esquinera roja, frente a la parada de los microbuses que se dirigen a Apante, está Rojas. Dice que hace algunas horas llegó de una finca en Siuna. “Vine como a las 3:00 de la mañana, la llanta se nos ponchó, fue todo un drama de regreso”, indica el peleador recién levantado. “El Gallito” decidió alejarse de Matagalpa porque necesitaba tiempo para él y su familia.
“Me sentía como una celebridad y debía atender a todos”, dice Byron, un joven empujado por sus deseos, encarrilado por su disciplina y erguido por su cresta de peleador natural. Rojas ya está más relajado, pudo conciliar el sueño apagando su celular y alejándose de su barrio. “Soy sincero, todo lo que pasó me abrumó, estaba sorprendido, primero por el recibimiento en Managua y después cómo la gente me esperó en el Parque Morazán, no sabes cuán agradecido estoy”, expresa sentado en el segundo piso de la casa del que él llama su “padre adoptivo”, Francisco Salguera, por todo el apoyo que le ha brindado.
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Rojas navegaba como todos los navegantes en el boxeo, pero la realidad indicaba que nunca iba a tocar las estrellas, sin embargo ocurrió lo milagroso; partió en el río del olvido, regresó entre vítores, algarabía, otro mundo, otra realidad que no solía ser la suya y ahora se debía acostumbrar a un pueblo intenso lamiendo su inmenso logro, exaltándolo al cielo, lo que creyó que era una ilusión óptica, un sueño del cual no había despertado, era su nuevo paraíso.
NADA IMPOSIBLE
La historia del “Gallito” es la demostración de que lo imposible resguarda un asterisco para los esforzados. El nuevo campeón de las 105 libras de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB), nació y creció en el barrio 2 de Marzo, en una casa sostenida por el aliento divino, la pobreza lo agobiaba, vivía en un barrio peligroso, huele pegas en cada esquina, tomadores tendidos en las calles como si fueran adornos; una situación crítica para un niño que debe desarrollarse, parecía que las opciones se reducían a ser uno más de su entorno o retar al destino y salir de ese infierno.
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Hace cinco años su mamá, Alicia Hernández, se marchó a Costa Rica en busca de un mejor futuro y aunque luego regresó, Rojas le dijo con sus ojos llorosos a través de una carta que sería campeón para que la miseria no los volviera a atacar, el tiempo se encargó de recompensar al boxeador.
A sus 25 años tiene dos niños, uno de 2 años y otro de año y medio, son de madres diferentes y actualmente vive solo. “No tengo tiempo para otra cosa que no sea el boxeo”, reitera Rojas, quien se encarga de la manutención de sus hijos y los visita frecuentemente.
Es tanto el enfoque que Rojas tenía para su combate de título mundial que desayunaba videos de Hekkie Budler, almorzaba videos de los entrenamientos del sudafricano y no se dormía sin completar su buffet de análisis de su contrincante. “Una semana antes de partir a Sudáfrica me asusté porque empecé a perder una parte del cabello, sin embargo la doctora me dijo que era producto de la tensión”, explica “El Gallito”, tras no poder ocultar un desierto redondo en el lateral de su cabeza, como si lo atacara la calvicie a tan joven edad.
Rojas admite que las clases no son su fuerte, tal vez por ese motivo decidió converger todas sus energías en el boxeo. Estudió preescolar en La Chispa, siguió su primaria en el Pablo Antonio Cuadra y en el 2012, con 21 años, se graduó en el Colegio Público Tilburg, perdió dos años de universidad en Agropecuaria por sus descarrilamiento, empezó a estudiar Administración de Empresas pero se salió por agotamiento, repitió tantos grados que él mismo no recuerda; “ya perdí la cuenta”, dice entre risas, sin embargo más allá del boxeo encontró una carrera que asegura su futuro: Veterinaria. Cursa tercer año y piensa comprar una finca para tener tanto ganado como sea posible; “quiero ser finquero”.
PREPARACIÓN EXIGENTE
En Johannesburgo, Sudáfrica, Rojas sentía tener suficiente oxígeno como cualquier dios del aire, él preguntó en el último asalto cómo iba la pelea y la respuesta de su esquina fue; “si lo tirás mucho mejor”, ahí se dio cuenta que las corridas matutinas hasta llegar al Divino Niño, carretera a Jinotega, El Tuma, el Chorro o El Paraíso habían tenido resultado. Sin embargo no siempre tuvo esa disciplina. Su récord refleja un cambio drástico.
“Cuando perdí con Luis Ríos y Róger Collado fue porque no entrenaba, andaba de vago con los demás chavalos en fiestas y todo eso, pero cuando nacieron mis hijos yo me detuve y dije que no pasarían por toda la pobreza que yo pasé”, indica Rojas.
Fue en ese tiempo cuando se pasó a vivir a La Chispa. “Cuando nadie creía en mí, mi papá adoptivo en el sentido que me apoyó, me dio su casa para vivir y me dio indumentaria deportiva, me albergó”. Su mamá vive actualmente en Mulukukú, donde vende ropa, comida, fajas, todo tipo de cosas, en un puestecito, mientras su papá vive cerca de El Tuma, La Dalia, donde trabaja a veces de albañil.
A Rojas no le da miedo la fama, el muchacho que entró al boxeo desde los 13 años por miedo a ser golpeado, cuando no está practicando boxeo, le gusta cuidar a sus conejos y a su perro llamado “Chocolate” por el color de piel o si no está con sus amigos jugando futbol, asiste a la iglesia Rey Internacional y al mencionarle futuras peleas, se ríe, calibra sus pensamientos y habla; “el boxeo es mi vida, y ahora que me partí el lomo por este título, me lo partiré dos o tres veces más para que nadie me lo quite”.
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