Víctor tenía seis años. Esa tarde quiso combatir su aburrimiento con los ladrillos despegados de la barda frente a su casa. Los arrastraba con ímpetu imaginando que eran coches viajando a toda velocidad por las fascinantes autopistas de la banqueta.
A los vecinos les desagradaba mirar la acera manchada debido a su juego, pero él disfrutaba sin hacer caso, yendo de aquí a allá haciendo con sus labios el sonido del motor de sus autos.
Después de varios minutos, el carro principal, un ladrillo sin despostillar que tenía en su mano, chocó ligeramente contra el zapato de aquel anciano. Era un señor de mirada apacible y bondadosa.
Cuando el pequeño levantó su cabeza y vio a ese rostro tan amable y lleno de amor, su preocupación se disipó. De todos modos dijo: “Discúlpeme señor, de todo corazón no quería pegarle con mi ladrillo”.
Su frasecilla lo conmovió, luego le dirigió una sonrisa, le alborotó el cabello y continuó su camino. El hombre en realidad había estado parado a corta distancia contemplando cómo se divertía. Después se fue caminando lento con su bastón, hasta que el niño lo perdió de vista.
Al día siguiente, aquel anciano volvió y tocó a la puerta de la casa de Víctor. Le abrieron después de un rato. Cuando eso ocurrió se dio cuanta de una triste realidad, que la mamá del niño estaba en una silla de ruedas. Por eso había tardado en abrir. Luego de disculparse por haber causado alguna posible molestia preguntó por su amiguito a quien ayer había visto jugando con los ladrillos.
La señora le dijo que poco faltaba para que llegara de la escuela. Luego lo invitó a pasar a la sala.
La señora era muy hospitalaria. Moviéndose a través de su silla, le trajo de la cocina un vaso con limonada. Luego platicaron.
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Entre otras cosas, la señora le contó que su esposo había fallecido en el accidente que a ella la había dejado minusválida. Que a pesar de eso se las ingeniaba para trabajar en casa y así sustentar a su amado hijo.
Después de un rato el pequeño Víctor tocó a la puerta. El anciano se ofreció para abrir. Grande fue la sorpresa del niño cuando lo miró allí adentro. Creyó por un momento que había venido a reclamar a su madre por el incidente. Pero otras ves su preocupación se disipó cuando el señor le dio un abrazo tierno y le dijo: “Víctor, te estábamos esperando. He venido a darte algo”.
Sacó de una bolsa que cargaba un hermoso auto de control remoto.
Víctor apenas y podía creerlo. Mucho tiempo había soñado con un juguete así pero ahora tenía uno real en sus manos.
“Gracias señor, de todo corazón muchas gracias”, dijo emocionado.
Otra vez los sentimientos del anciano se quebraron con sus tiernas palabras.
A partir de entonces ese niño y el anciano se volvieron grandes amigos.
Resulta que aquel señor era el dueño de casi todas las casas en la manzana de esa colonia. Pero raramente visitaba la zona. Solía mandar a alguien más para cobrar sus rentas.
Solo que en cierto momento de su vida le picó la curiosidad por conocer quiénes eran esas personas que lo estaban sustentando durante su vejez. Así fue como conoció a Víctor. Y eso ocurrió para la mayor de todas sus alegrías.
Al ver estrechez económica en la que vivían, el anciano le prometió condonarle las rentas a la mamá del niño hasta que este terminara sus estudios.
Por semanas la señora había pedido a Dios su ayuda por su condición y de este modo recibió respuesta.
Ese viejito fue hacia el final de sus días con la satisfacción de compartir su riqueza con personas de nobles sentimientos, pues como a Víctor y a su madre, así decidió ayudar a mucha gente.
La vida de aquel hombre se redujo de negocios e inversiones a algo más sencillo: experimentar el inigualable deleite de mirar rostros sonrientes, y lo hizo aún a tiempo para reconocer que esa es la mejor manera de culminar una vida.
¿Y qué fue de Víctor? Consiguió un modesto trabajo que le permitiera obtener sustento y a la ves convivir con autos, se hizo mecánico. Se dedicó a reparar motores y también almas afligidas. Ayudó de todo corazón a su prójimo pues sintió que era lo menos que podía hacer por las bendiciones que Dios le dio. Y guardó en su memoria con mucho amor el recuerdo de aquel anciano, su inolvidable amigo.
“No retengas el bien de aquellos a quienes se les debe, cuando sucede que está en el poder de tu mano hacerlo” — Proverbios 3:27
Tomado de internet | Autor: Giovany García
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